Se fue el mero mero..

Ocran Odasip despertó e instintivamente buscó el fusil al lado de su cama. Hacía tiempo que no estaba allí, mas la paranoia le acompañaba desde los inicios de su carrera alimentada por la magistral tutela de Victor Alfa, extinto lugarteniente del antiguo Tomas Ezzta, quien era el mero mero de los meros meros en todo el cono sur.

Su sobresalto obedecía a una pesadilla ocasionada por una generosa mezcla de clima tropical, navegables cantidades de ron oro y un pequeño Himalaya de lo mejor de su producto, para aderezar la celebración del aterrizaje de otro cargamento exitoso.

Ocran se levantó con los movimientos de un tigre viejo, pero todavía ágil. Al acercarse al elaborado espejo en el baño de la estrambóticamente lujosa habitación, el reflejo le devolvió una revelación: justamente hoy, en el aniversario del alevoso asesinato de su mentor –pensó por un momento­– se vio a los ojos y tras las ojeras, el pelo revuelto, las gruesas cadenas de oro alrededor del cuello y su pantalón de casimir italiano: el retrato de un asesino. Mientras se afeitaba, lo comprendió todo y decidió prolongar el juego hasta donde fuera posible. Barajaba rostros cazándole frenéticos en la mente, y la hojilla retiraba la espuma de su rostro avejentado prematuramente a los 45 años. Una paranoia feroz se desató en su mente, sospechó de algunos y desconfió de todos, pero finalmente  decidió algunos cambios en la organización, mientras desayunaba en la terraza con un sol radiante. Tras beberse una taza del mejor café del mundo fue a dormir su siesta, sin imaginar que iba endulzado por su esposa, con el veneno más mortal del mundo. 

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